Época: Ilustración española
Inicio: Año 1700
Fin: Año 1800

Antecedente:
Los límites de la Ilustración

(C) Carlos Martínez Shaw



Comentario

Los ilustrados no desmintieron en ningún momento su convicción de que la cultura era el requisito indispensable para la felicidad pública. Sin embargo, por un lado definieron un modelo cultural tan exigente que sólo pudo estar al alcance de una minoría selecta, mientras que por otro pensaron que el orden de la sociedad reclamaba un escalonamiento en el acceso a los bienes culturales. Es decir, por un lado propusieron un modelo demasiado elevado para ser asumido por las clases populares, mientras por otro compusieron su teoría pedagógica siguiendo la figura estratificada de la sociedad estamental.
Este último aspecto se desprende con claridad del análisis de Joël Saugnieux sobre el pensamiento ilustrado en materia educativa. Si bien todos los escritores ilustrados pusieron su acento en la necesidad de la instrucción pública, sus puntos de vista no siempre fueron coincidentes respecto al alcance y las modalidades que debía revestir el esfuerzo pedagógico. La posición oficial aparece reflejada con nitidez en Campomanes, que propugna la creación de centros donde la enseñanza elemental sea sólo el camino previo indispensable para la formación profesional de los artesanos, dentro de un esquema teórico que servirá de inspiración a las escuelas gratuitas de las sociedades patrióticas y que había presidido también la creación de las escuelas más especializadas de la Junta de Comercio de Barcelona y de los Consulados de otras ciudades. Para otros gobernantes, como Floridablanca, la enseñanza no es más que un instrumento para acabar con la ociosidad de mendigos y vagabundos, un instrumento de profilaxis social, como por otro lado también lo entendían otros teorizadores ilustrados como Bernardo Ward.

Las posiciones de otros ilustrados al margen de los círculos oficiales no diferían mucho de las propugnadas por el gobierno, como puede observarse en Jovellanos, quien con su habitual ambigüedad aboga calurosamente por una educación al alcance de todos y por la proliferación de las escuelas públicas, pero al mismo tiempo deja entrever que el buen orden social prescribe la limitación de la instrucción para muchos a sus niveles elementales y sólo como vía a su capacitación técnica, pues lo contrario provocaría una igualación en los saberes que sería perniciosa para el equilibrio de la sociedad. De este modo, y prescindiendo de posturas más abiertas y generosas, como la de Meléndez Valdés, la Ilustración creyó que los más altos niveles de la formación cultural debían estar reservados únicamente a una elite definida no sólo por sus capacidades intelectuales, sino también por sus posibilidades materiales de acceso a los mismos.

Esta elite cambia a lo largo del siglo el decorado de su vida. Así, busca una casa bien acomodada, pero sin estridencia ni envaramiento, con profusión de pequeñas habitaciones confortables y disponiendo de un jardín que permita el contacto con una naturaleza domesticada. La vida de relación se hace más fácil, a partir de una mayor sencillez al recibir a los amigos, una mayor libertad en la comunicación entre las personas de distinto sexo, que llega incluso a consentir la institucionalización del cortejo o chichisveo, es decir el que las mujeres sean acompañadas por sus amigos con licencia de sus esposos, y una mayor delicadeza en el trato, con profusión de saludos y reverencias, que denotan la difusión de las buenas costumbres, que conquistan incluso la mesa, mediante la exquisitez culinaria y la complicación del servicio. Las reuniones se prodigan, tanto públicas en el paseo o en el café, como domésticas, con la finalidad de disfrutar de la buena conversación, de los juegos de salón (el billar, los naipes, la gallina ciega) o de las actividades artísticas (la música y el teatro, sobre todo), todo ello acompañado de refrigerios (refrescos, café o chocolate) y cerrado frecuentemente por el baile del minué o la contradanza. En este ambiente es fundamental la compostura física, que se expresa en la frecuentación del baño, el recurso a barberos y peluqueros, la sofisticación de la cosmética y la sucesión de modas cada vez más caprichosas en el vestido. La vida pública es asimismo imprescindible, pues se debe acudir, preferentemente en un buen carruaje, a los bailes de disfraces, a las funciones de ópera, a las solemnidades religiosas y a los espectáculos insólitos, como las experiencias aerostáticas con globos Montgolfier.

Esta minoría selecta, que posee los bienes materiales y espirituales, trata de introducir sus nuevos modales, pero también sus nuevos modelos culturales entre las clases populares, singularmente en los medios urbanos. Un primer frente donde los ilustrados combaten al mismo tiempo contra los gustos populares y contra la oposición tradicionalista es la batalla del teatro. El teatro constituye, en efecto, una herramienta fundamental para la campaña de instrucción pública que se proponen llevar a cabo los partidarios de las Luces, tal y como se expresa en las palabras de Jovellanos: "(Es el) teatro el primero y más recomendable de todos los espectáculos, el que ofrece una diversión más general, más racional, más provechosa y por lo mismo el más digno de la atención y desvelo del gobierno".

Sin embargo, los ilustrados hubieron de librar duros combates para promover las representaciones teatrales. Primero, contra los defensores de las piezas de aparato, que se avenían mal con el género defendido por Olavide como el más conveniente para la nación y que incluía "tragedias que la conmuevan y la instruyan, comedias que la diviertan y corrijan". Y después, contra las fuerzas conservadoras, especialmente clericales, que se valieron de todos los medios para impedir el funcionamiento de los teatros en las distintas ciudades, ayudadas por la división que sobre el tema manifestaron los ayuntamientos e incluso por la incoherencia de la política gubernamental, que no mantuvo una opinión firme al respecto, excepto en el período de mayor influencia de Aranda y Campomanes, íntimamente persuadidos de la utilidad del teatro como vehículo propagandístico de las directrices reformistas. De este modo, la trayectoria del teatro español del siglo XVIII sigue los vaivenes de la vida política en general, con un período de apogeo que coincide con los años posteriores al motín de Esquilache (aunque todavía en 1767 el arzobispo de Valencia consiguiera el cierre del patio de la Olivera, igual que en 1760 el obispo de Segovia había obtenido la demolición del teatro de aquella ciudad) y una etapa de dificultades que se inicia tras el proceso inquisitorial de Olavide y enlaza con las furibundas campañas desatadas por el fanatismo de fray Diego José de Cádiz, para encontrar un respiro en los años finales de la centuria. Con estas circunstancias, puede comprenderse que el influjo educativo del teatro no rebasase un ámbito muy restringido, tanto en el tiempo como en el espacio, y no penetrase sino muy superficialmente en el tejido social, si bien en ningún momento se interrumpieron de modo general las representaciones, que en algunos lugares privilegiados, como Cádiz, resistieron incluso la crisis de 1789.

Si el teatro era concebido por los ilustrados como un instrumento que podía ponerse al servicio de su campaña pedagógica, la contrafigura, encarnación de los más lamentables vicios a desarraigar entre las capas populares, era la fiesta de los toros. Algunas personalidades del mundo de la cultura setecentista fueron partidarios de la fiesta taurina, como fue el caso de Nicolás Fernández de Moratín, mientras otras se mostraban indulgentes, ya fuera por su posible utilidad social, ya por su capacidad de sintetizar el carácter atávico de la nación, como bien supo expresar Francisco de Goya, pero la Ilustración en general no dejó de manifestar su animadversión a los toros, como puede comprobarse leyendo a Feijoo, a Jovellanos, a Cadalso, a Meléndez Valdés, a Blanco White y, sobre todo, a José Vargas Ponce, gran debelador de la fiesta, que consideraba una incitación a la violencia y a la crueldad, señalando su efecto deseducador sobre las clases populares, del mismo modo que haría más tarde León de Arroyal, con una más aguda intención política.

Tras una larga etapa de inhibición, las autoridades finalmente tomarían partido contra la fiesta, mediante un expediente incoado por el conde de Aranda en 1767 que terminaría en la pragmática de 1787, decretando una prohibición que nunca sería absoluta, sino antes al contrario burlada a través del subterfugio del festejo con fines benéficos. Ello permitió que la fiesta de toros, tan contraria al espíritu ilustrado, adquiriese a lo largo del siglo XVIII sus perfiles clásicos, con la implantación del toreo a pie, la aparición de las primeras grandes figuras y de las primeras rivalidades históricas (como la que enfrentó a Pedro Romero con Costillares), la construcción de los primeros ruedos de piedra (en Ronda y Sevilla) y la fundación de la primera Escuela de Tauromaquia, regentada por el sevillano José Delgado, Pepe-Hillo, autor del primer tratado preceptivo sobre la materia y cuya muerte en la arena supuso una nueva prohibición, ahora completa, de la fiesta en 1805.

El caso de los toros no es el único que denota la resistencia de la cultura popular a avenirse con el elitismo ilustrado. La cultura popular se expresó con fuerza a través de las fiestas, que comprendían romerías (algunas magnificadas por el arte, como la de San Antonio de la Florida), ritos de carnaval (como el entierro de la sardina, inmortalizado por Goya) y festivales aldeanos relacionados con los grandes hitos de la vida agrícola, como las cruces de mayo o las hogueras de San Juan. Del mismo modo, los razonables espectáculos de las clases acomodadas tuvieron su réplica en las más animadas versiones populares: el teatro neoclásico, descansando sobre un cuidado texto y encerrado en las tres unidades, se enfrentó a la comedia de magia de aparatosa tramoya y acción trepidante; el lento y delicado minué tuvo su contrapunto en la agitada zarabanda o la graciosa seguidilla; la solemne ópera a la italiana tuvo que competir con la ligera tonadilla o la zarzuela castiza; la viola cortesana fue desbordada por una guitarra revalorizada; los aristocráticos saraos convivieron con todo tipo de ferias populares, como la que congregaba a los madrileños en la pradera de San Isidro. Más aún, si en épocas anteriores la intercomunicación entre la cultura de elites y la cultura popular había sido una característica de la vida hispana, ahora, cuando los ilustrados se divorcian de las formas populares y tratan de arrinconarlas, incluso prodigando medidas prohibitivas a fines de siglo (contra los toros, contra las comedias fantásticas, contra las mojigangas, contra las riñas de gallos), la cultura plebeya impone entre las clases adineradas la moda castiza en la indumentaria, el gusto por las fiestas al aire libre, el trato con el mundo de las majas y los chisperos, que dan su colorido peculiar a las manifestaciones públicas de la sociedad española de las postrimerías del Antiguo Régimen.

Si la dicotomía entre la expresión cultivada y la expresión popular se patentizaba en niveles tan diversos de la vida cotidiana, el divorcio no podía dejar de reflejarse en la esfera de la práctica religiosa, que acompasaba la andadura vital del hombre de la época desde la cuna a la tumba. En efecto, las corrientes jansenistas pretendieron, además de las reformas de las estructuras eclesiales, la implantación de un catolicismo que fuera al mismo tiempo más racional y más riguroso, propugnando por un lado la depuración de la verdad revelada de toda ganga supersticiosa, y por otro una vivencia de la fe más interiorizada y desprendida de las formas externas y aparatosas de la piedad barroca. La pedagogía ilustrada trató así de penetrar en el terreno de la conciencia, imponiendo una práctica más racional que sentimental, más íntima que extrovertida, pero tropezando también aquí con la resistencia de una devoción popular irreflexiva y exuberante, profundamente reacia a modificar sus formas de expresión. De esta manera, el clero jansenista se vio totalmente incapaz de contrarrestar la influencia de los predicadores populares (particularmente frailes capuchinos), que alentaban una religión afectiva y adaptada a las circunstancias locales frente a la piedad elitista y uniformizadora de los ilustrados, a través de los sermones masivos y de las misiones itinerantes, que creaban en los pueblos un clima de efusiva exaltación merced al premeditado empleo de recursos teatrales destinados a conmover los corazones de los fieles. Del mismo modo, la campaña de los intelectuales, desde Feijoo en adelante, para combatir los ritos supersticiosos o las creencias sospechosas se estrelló contra el muro de la ignorancia y la tradición, que defendían convicciones irracionales y costumbres atávicas, que formaban parte de un sustrato cultural intangible. La Ilustración no consiguió alterar de modo perceptible el horizonte religioso de las clases populares, sino que, por el contrario, ensanchó el foso existente entre la práctica de las elites y la piedad de la mayoría de la población. En cambio, el catolicismo siguió siendo la religión compartida por la minoría ilustrada, que mantuvo incólume su confianza en la compatibilidad entre razón y fe, y por el conjunto de la población, insensible a cualquier sugestión descristianizadora, como manifiestan sus actitudes ante la muerte, presididas por la angustia de la salvación que se propicia con el auxilio del sacerdote, la demanda de sufragios y el ejercicio de las caridades póstumas para con las comunidades religiosas y para con el prójimo.

Así, la cultura ilustrada se detuvo ante las puertas de los comportamientos tradicionales de extensos sectores de la sociedad que, siguiendo inveteradas costumbres o tocados por la predicación interesada de frailes inmovilistas e intransigentes, se mantuvieron al margen de la ideología de las Luces, que por otra parte no dispuso de medios suficientes para extender por todo el país su campaña pedagógica. En el polo opuesto, algunos ilustrados perdieron su confianza en la capacidad transformadora de una cruzada estrictamente cultural y en la sinceridad reformista del sistema absolutista, abandonando las filas del movimiento ilustrado y poniendo los cimientos del liberalismo español.